Para un cadáver exquisito que ha pedido que esto sea publicado aquí. El relato fue originalmente publicado, gracias a la generosidad de Alexis Romay, en su blog.
En el banco, tratando de regular su respiración entrecortada, volvió a preguntarse qué carajo hacía allí. ¿Cómo podía haber olvidado aquel calor infernal, aquella humedad sofocante, los insectos, los hedores?
En el banco, tratando de regular su respiración entrecortada, volvió a preguntarse qué carajo hacía allí. ¿Cómo podía haber olvidado aquel calor infernal, aquella humedad sofocante, los insectos, los hedores?
Había llegado buscando un hombre.
Había llegado buscando un hombre a quien una vez conoció o pensó conocer.
Había llegado buscando un hombre a quien había amado o al menos eso se
había repetido todos estos años en las largas noches depresivas después de cada
relación fallida. Él sí le había amado. Estaba además seguro de que él aún le
amaría si volvieran a encontrarse en la misma ciudad y el mismo barrio.
Encontró lo que encuentran todos: lo mismo con más arrugas, churre, tizne y
un poquito de pintura nueva aquí o allá escondiendo las cicatrices del
cemento. Descubrió nuevos hombres nuevos
y en dos días los vio a ellos también partir, partirse, mutar, ahuecarse y
seguir la marcha. Se aburrió muy pronto de sus pieles y sus sonrisas rotas y
sus colores subidos. Estos nuevos hombres nuevos eran hermosos, pero no eran su
hombre y al darse cuenta de ello, en un momento de rabia, maldijo entre dientes
a de Saint-Exupéry.
«Ya ves, le va muy bien en Italia. Revalidó su título de enfermero y su
‘amigo’ lo ha ayudado muchísimo» le dijo la madre del amante mientras le
enseñaba fotos de aquel alguien a quien había llegado buscando. Se le veía sonriente, al menos en apariencia
sinceramente feliz y en algunas, junto a un señor de rostro afable y mucho
mayor. Se sintió extrañamente feliz, reivindicado
y esperanzado. El desamor les unía en la distancia y quizá les uniría en la
cercanía. Luego vino, sin embargo, la estocada más trapera. El señor mayor no
era el ‘amigo’ del antiguo amante solamente un amigo de verdad. El amante de su amante era joven, más joven
que él, mejor parecido y un hombre de éxito.
El asidero se rompió y volvió a contemplar el mundo
desde el fondo del abismo.
Se fue a caminar por las ruinas de su infancia y sin darse cuenta casi
enciende un cigarrillo que como de la nada apareció entre sus dedos. Lo tiró al
suelo con asco porque de todos sus vicios, sus tantos vicios, fumar nunca fue
uno.
A media cuadra, jadeante, se encontró el parque. Allí estaba antes aquel derrumbe
en donde entre mierda y pestilencia había sido amado o al menos poseído,
penetrado, besado; es decir, lo mismo o
casi.
¿Quién le hubiese podido decir que tantos años después aquí habría un
parque? Pensó entonces en lo equivocados que estaban aquellos que decían que
nada cambiaba en ese país. La prueba era este parque, nuevo, limpio, con un
banco (¡un banco en este barrio!).
Se sentó a recuperar el aliento entre tanta humedad asfixiante y allí le asaltaron a la vez los recuerdos y las caricias, las caricias de hace
tantos años y las que había evocado muchas veces en solitario. Se sintió otra
vez adolescente y la vez invadido por algo que no quiso detenerse a descubrir.
Le bastaban las caricias del amante que continuaban ahora navegando los mismos
lugares de antes pero con una energía nueva, metamórfica y casi feroz.
La noche pasó.
En la mañana, mientras el sol trataba de superar
las ruinas, un adolescente pasó, como
cada domingo, medio ebrio aún y oliendo a piel extranjera, por el solar yermo a
media cuadra de su casa.
Casi le sorprende el montículo nuevo, que de la
noche a la mañana había aparecido en el terreno, baldío desde hacía tanto. Casi,
porque al detenerse a mirar se encontró con el rostro de su tío mirándole sonriente
junto a su novio desde la fotografía abandonada en el suelo. La recogió para
llevársela a su madre y ya no miró más aquella lomita de polvo que comenzaba a
esparcirse con la brisa quejumbrosa de la mañana.